“Los
lugares son, para mí, que he vivido de un lado para otro cambiando países y
cambiando casas, relativamente importantes. La identidad está en la profesión y
en poder ejercerla. El lugar no da identidad, da tranquilidad, quietud,
protección: te inmoviliza si se valora demasiado. En “Un lugar en el mundo”,
Luppi decía que uno sabe que ha encontrado su lugar cuando no se puede ir de
ese lugar. Pero yo no estoy de acuerdo. Mientras te domine la voluntad de la
acción, mientras puedas hacer lo que sabés y te gusta, y puedas vivir de eso, tu
lugar es el lugar en el que te lo reconozcan y te paguen, y te dejen llevar a
tu familia. Ese es para mí el único lugar irremplazable. La mujer que uno
quiere y que te quiere. El resto es puro decorado. Más agradable o menos
agradable. Nada más.”
No, desgraciadamente,
esta parrafada tampoco es mía. Forma parte de una entrevista a
Adolfo Aristarain, director y guionista de “Un lugar en el mundo”. Se cumplen ahora
20 años desde que “Un lugar en el mundo” se llevó la Concha de Oro del Festival
de San Sebastián, y volviéndola a ver, resulta tan actual como siempre. Quizás,
porque los protagonistas, son un grupo de perdedores que recuerdan tiempo pasados,
sin resignarse a mejorar el presente, y de esos, no nos vendrían mal algunos
cuantos ahora.
“Un lugar en el mundo”
comienza con el regreso de Ernesto (Gastón Batyi), un joven estudiante de
medicina, al escenario de su infancia, aunque reconozca de antemano “que no
tiene sentido volver a un sitio que no existe”. Eso siempre me ha recordado a
mi profesor de “Desarrollo económico y cambio tecnológico”, que nos decía que
aunque volviésemos atrás a nivel tecnológico y de desarrollo social (esto os
aseguro que sonaba muy a futuro distópico en 1997, pero hoy día suena
terriblemente posible), el mundo no volvería a ser como era antes, porque el ser
humano ya no sería el mismo que era. Y de la misma forma, Ernesto insiste
hablando con la tumba de su padre muerto:”A lo mejor vine para acordarme bien
de todo lo que pasó aquel invierno. Me gustaría conocer tu versión. Yo conozco
sólo parte de la historia. Algunas cosas las ví, otras las escuché, o las
espié. A lo mejor vine porque me di cuenta de que se me estaban borrando y me
dio bronca. No se puede ser tan imbécil. Hay cosas de las que uno no puede olvidarse,
no tiene que olvidarse, aunque duelan”.
A partir de ahí la
película es un flash-back, en el que vemos a Ernesto con 12 años y a sus
padres, Mario (Federico Luppi) que es maestro rural y a su madre Ana (Cecilia
Roth) que es médico, ambos militantes de la resistencia peronista, que durante
la dictadura militar vivieron en España unos años, pero que antes la
alternativa de vivir como turistas en Madrid o vegetar como profesionales de
clase media en Buenos Aires, optaron por invertir sus ahorros en una
cooperativa que protegiera los intereses de los ovejeros del Valle Bermejo. Colabora
con ellos Nelda (Leonor Benedetto), una monja con un estilo muy suyo, que
prescinde del hábito porque la distancia de sus feligreses. Para terminar de
formar el cocktail de personalidades, aparece Hans (José Sacristán) un geólogo
madrileño que llega al pueblo de San Luis contratado por el terrateniente Andrada
(Rodolfo Ranni) para buscar petróleo en sus campos.
Dicho así suena a
discurso político y sé que a muchos no os va a llamar la película de entrada
por eso. Pero “Un lugar en el mundo” no es tanto una historia de la lucha de
clases, como una oda a las causas perdidas, la entereza, la lealtad y por qué
no, la amistad.
Con diálogos ágiles, planos sobrios y miradas elocuentes, “Un lugar en el mundo” tiene mucho de western de
John Ford, al que Aristarain admira profundamente. Aristarain dice que “Ford es admirable por todo, por su
filosofía, por su amor por los personajes, por su increíble destreza para
sugerir con acciones los sentimientos, por no ser sentimentaloide, por el humor
y por cómo mezcla humor grueso en situaciones dramáticas”. Como “Un lugar en el mundo”. Un western actual, ambientado al sur
de Río Grande (de hecho, muy al sur de Buenos Aires), en el que el forastero
interpreta un papel que no tenía previsto adoptar, pero al que se ve abocado
porque nunca es tarde para intentar hacer lo correcto.
Hans es un cínico de
vueltas de todo, escéptico y desilusionado, que aunque originariamente
se consideraba anarquista (“Descubrí mi vocación tirando piedras contras la
policía de Franco), acabó desengañado de luchas e idealismos (“Yo soy geólogo,
no Jesucristo) y considera al hombre el peor de sus enemigos (“nada nos
divierte tanto como aplastar la cabeza del que tenemos al lado, y comérnosla
con ajo y perejil, eso sí, para que resulte hasta civilizado”). Pero a pesar de
ello, termina conectando con este grupo presa de un “idealismo acojonante”,
sobretodo con Mario, del que le dice a Ana durante una borrachera: “Borracho o
vencido, un frontera nunca pierde su dignidad. No le dejes sólo. Te quiere
mucho. Y yo también. Os quiero”.
Pero la esperanza es una puta vestida de verde, y como siempre, se va con otro. A
Nelda la trasladan por unos informes negativos del párroco que la acusan de ser
“anarquista, apóstata y anticlerical”; Mario, en un acto desesperado, prende
fuego a la lana de la cooperativa para evitar que se la vendan al especulador Andrada,
para que “sin un carajo que perder” tengan que empezar de nuevo; y Hans,
terminada su labor, vuelve a Madrid.
Al final, la acción
vuelve al presente, con el Ernesto adulto, un adulto a quien estos personajes
contribuyeron a moldear como tal, que le dice a su padre: “Me gustaría que me
dijeras cómo hace uno para saber donde está su lugar. Yo por ahora no lo tengo.
Supongo que me voy a dar cuenta cuando esté en un lugar y no me pueda ir.
Supongo que es así. Ya va a aparecer. Todavía tengo tiempo de encontrarlo”.
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