sábado, 1 de septiembre de 2012

Cineclub: Un lugar en el mundo



“Los lugares son, para mí, que he vivido de un lado para otro cambiando países y cambiando casas, relativamente importantes. La identidad está en la profesión y en poder ejercerla. El lugar no da identidad, da tranquilidad, quietud, protección: te inmoviliza si se valora demasiado. En “Un lugar en el mundo”, Luppi decía que uno sabe que ha encontrado su lugar cuando no se puede ir de ese lugar. Pero yo no estoy de acuerdo. Mientras te domine la voluntad de la acción, mientras puedas hacer lo que sabés y te gusta, y puedas vivir de eso, tu lugar es el lugar en el que te lo reconozcan y te paguen, y te dejen llevar a tu familia. Ese es para mí el único lugar irremplazable. La mujer que uno quiere y que te quiere. El resto es puro decorado. Más agradable o menos agradable. Nada más.”

No, desgraciadamente, esta parrafada tampoco es mía. Forma parte de una entrevista a Adolfo Aristarain, director y guionista de “Un lugar en el mundo”. Se cumplen ahora 20 años desde que “Un lugar en el mundo” se llevó la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, y volviéndola a ver, resulta tan actual como siempre. Quizás, porque los protagonistas, son un grupo de perdedores que recuerdan tiempo pasados, sin resignarse a mejorar el presente, y de esos, no nos vendrían mal algunos cuantos ahora.

“Un lugar en el mundo” comienza con el regreso de Ernesto (Gastón Batyi), un joven estudiante de medicina, al escenario de su infancia, aunque reconozca de antemano “que no tiene sentido volver a un sitio que no existe”. Eso siempre me ha recordado a mi profesor de “Desarrollo económico y cambio tecnológico”, que nos decía que aunque volviésemos atrás a nivel tecnológico y de desarrollo social (esto os aseguro que sonaba muy a futuro distópico en 1997, pero hoy día suena terriblemente posible), el mundo no volvería a ser como era antes, porque el ser humano ya no sería el mismo que era. Y de la misma forma, Ernesto insiste hablando con la tumba de su padre muerto:”A lo mejor vine para acordarme bien de todo lo que pasó aquel invierno. Me gustaría conocer tu versión. Yo conozco sólo parte de la historia. Algunas cosas las ví, otras las escuché, o las espié. A lo mejor vine porque me di cuenta de que se me estaban borrando y me dio bronca. No se puede ser tan imbécil. Hay cosas de las que uno no puede olvidarse, no tiene que olvidarse, aunque duelan”.


A partir de ahí la película es un flash-back, en el que vemos a Ernesto con 12 años y a sus padres, Mario (Federico Luppi) que es maestro rural y a su madre Ana (Cecilia Roth) que es médico, ambos militantes de la resistencia peronista, que durante la dictadura militar vivieron en España unos años, pero que antes la alternativa de vivir como turistas en Madrid o vegetar como profesionales de clase media en Buenos Aires, optaron por invertir sus ahorros en una cooperativa que protegiera los intereses de los ovejeros del Valle Bermejo. Colabora con ellos Nelda (Leonor Benedetto), una monja con un estilo muy suyo, que prescinde del hábito porque la distancia de sus feligreses. Para terminar de formar el cocktail de personalidades, aparece Hans (José Sacristán) un geólogo madrileño que llega al pueblo de San Luis contratado por el terrateniente Andrada (Rodolfo Ranni) para buscar petróleo en sus campos.

Dicho así suena a discurso político y sé que a muchos no os va a llamar la película de entrada por eso. Pero “Un lugar en el mundo” no es tanto una historia de la lucha de clases, como una oda a las causas perdidas, la entereza, la lealtad y por qué no, la amistad. 

Con diálogos ágiles, planos sobrios y miradas elocuentes, “Un  lugar en el mundo” tiene mucho de western de John Ford, al que Aristarain admira profundamente. Aristarain dice que “Ford es admirable por todo, por su filosofía, por su amor por los personajes, por su increíble destreza para sugerir con acciones los sentimientos, por no ser sentimentaloide, por el humor y por cómo mezcla humor grueso en situaciones dramáticas”. Como “Un lugar en el mundo”. Un western actual, ambientado al sur de Río Grande (de hecho, muy al sur de Buenos Aires), en el que el forastero interpreta un papel que no tenía previsto adoptar, pero al que se ve abocado porque nunca es tarde para intentar hacer lo correcto.

Hans es un cínico de vueltas de todo, escéptico y desilusionado, que aunque originariamente se consideraba anarquista (“Descubrí mi vocación tirando piedras contras la policía de Franco), acabó desengañado de luchas e idealismos (“Yo soy geólogo, no Jesucristo) y considera al hombre el peor de sus enemigos (“nada nos divierte tanto como aplastar la cabeza del que tenemos al lado, y comérnosla con ajo y perejil, eso sí, para que resulte hasta civilizado”). Pero a pesar de ello, termina conectando con este grupo presa de un “idealismo acojonante”, sobretodo con Mario, del que le dice a Ana durante una borrachera: “Borracho o vencido, un frontera nunca pierde su dignidad. No le dejes sólo. Te quiere mucho. Y yo también. Os quiero”.

Pero la esperanza es una puta vestida de verde, y como siempre, se va con otro. A Nelda la trasladan por unos informes negativos del párroco que la acusan de ser “anarquista, apóstata y anticlerical”; Mario, en un acto desesperado, prende fuego a la lana de la cooperativa para evitar que se la vendan al especulador Andrada, para que “sin un carajo que perder” tengan que empezar de nuevo; y Hans, terminada su labor, vuelve a Madrid. 

Al final, la acción vuelve al presente, con el Ernesto adulto, un adulto a quien estos personajes contribuyeron a moldear como tal, que le dice a su padre: “Me gustaría que me dijeras cómo hace uno para saber donde está su lugar. Yo por ahora no lo tengo. Supongo que me voy a dar cuenta cuando esté en un lugar y no me pueda ir. Supongo que es así. Ya va a aparecer. Todavía tengo tiempo de encontrarlo”.

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